miércoles, 13 de septiembre de 2017

6/33/1989
Fui invitado por unos amigos cubanos que vivían en Oaxaca a pasar el fin de año con ellos pero ciertos detalles hicieron que me percatara de situaciones sentimentales que sin yo propiciar se habían ido dando en torno a mí y decidí despedirme de ellos antes de lastimar la amistad, desechando ofrecimiento de casa y trabajo.
Vuelto a México hablo con mis amigos de Cotica y una mañana después del día de Reyes puse todo en una maleta y vino el mayor de los hermanos a trasladarme a la casa de Iván el poeta, fue triste y desagradable coincidir con mi esposa a la hora de estar yéndome pero solo nos miramos y sin decirnos nada me fui.
Iván nunca cuestionó mi decisión. Y tampoco le comenté. Sin embargo a los pocos días entré en una especie de depresión. Volvían los viejos tiempos en que no podía estar tranquilo en ningún lugar. Salía a trabajar, y regresaba muy noche. Aquellos meses fueron muy pesados y compartía mi tiempo en ver clientes, y dormir en cualquier casa de amigos, pues a veces no tenía ni deseos de ir hasta el Estado de México.
En casa de mi amiga Mari Carmen Pous nos amanecía en descargas y convivencia entre amigos. Llegó un momento que solo sacaba lo necesario para vivir sin importarme más y ni me movía de allí.
Recuerdo que un día, marzo tal vez, esperaba que abrieran la tienda El Palacio de Hierro, para pagar mi tarjeta, llevando conmigo como tres cajas de zapatillas de dama del último lote que tenía comprado a mi amigo Gustavo, con la intención de tener un poco de liquidez.
Sentada en la misma banca había una joven sola. Volteándome hacía ella le pregunté cualquier banalidad para romper el hielo y poder ofrecerle los zapatos, resultó ser empleada de una de las tiendas. En lo que entré a pagar debió haber intentado probarse, sin ningún éxito, los zapatos ofrecidos. Quedé en traer otros números y modelos al siguiente día y así lo hice, al ver que ninguno le venía, propuse dejárselos para que los intentara vender, a cambio de una comisión. A los pocos días regresé y en efecto los había vendido, me dio el dinero convenido y le propuse de manera formal que si deseaba seguir vendiendo podía traer más calzado. Llegamos a un acuerdo y comenzó a vender zapatos en sus horas libres. De aquella primera bonanza con el negocio de los zapatos me quedaba una amiga vendedora, que con esta nueva vendedora me darían un poco de ganancia mientras me ocupaba en ver clientes para mi negocio de equipos de protección y uniformes.
Había transcurrido como medio año cuando un día mire por primera vez a aquella muchachita sonriente y entusiasta, con otros ojos que nada tenían que ver con nuestro excelente negocio en común. Recuerdo que le dije, si podía invitarla a comer ahí mismo en la plaza, aceptó y fuimos a Benedetti, después que lo hice sentí un cierto temor que me llevó a preguntarle casi indiscretamente su edad, ella desconocía mi preocupación, a lo que respondió con un dieciocho que me resultaba aceptable. Cuando realmente le faltaban días para cumplirlos. Yo no estaba para problemas legales al ser acusado de salir con una persona menor de edad. Así salimos varias veces sin que, yo experto en tales lides, me atreviera a decir algo íntimo. Sería la ingenuidad maravillosa de su edad, o el miedo normal de verme rechazado, al cabo yo era un tipo hecho y derecho con la nada insignificante cantidad de quince años más. Sin embargo no me gusta perder el tiempo ni hacerlo perder. Habíamos tomado café en mil lugares de Coyoacán, y comido en otros mil, cuando por primera vez la invité a tomar una copa, ya totalmente cerciorado de su acta de nacimiento.
Y “aprovechando las sombras de la noche” le conté la tragedia de mi vida, con la misma sinceridad que lo hubiera hecho ante la policía. Al mal paso darle prisa, lo menos que podía pasar era que pretextando ir al baño se esfumara para siempre. No fue así, su madurez no la comprendí hasta mucho tiempo después, pero su ecuanimidad sí. Inocencia o lo que sea, escuchó y consintió en comenzar una relación formal.
El que no estuvo tranquilo entonces fui yo. Mucho tiempo estuve inseguro y dudoso de una relación así. Qué pasaría más adelante, cuando el tiempo le diera la oportunidad de conocer jóvenes como ella, que pasaría entonces conmigo y mis sentimientos.
En esos pensamientos me comencé a enredar, incluso sin estar aún enamorado o lo estaba y pobre de mí, ni cuenta me había dado.
Recuerdo que en sus días de descanso nos visitaba en la casa de Iván y sin que ninguno de los dos pudiera impedirlo recogía nuestro reguero, ponía orden y comíamos como Dios manda.
Iván siempre fue sumamente distraído, yo añadiría que peligrosamente. Se iba a la Ibero sin desconectar la plancha, ni apagar luces, mucho menos la cocina eléctrica y lo peor sin cerrar puertas o ventanas. Si no se incendió la casa o nos robaron es porque Dios es grande.
Entre Nancy y yo hicimos un letrero que pusimos a la salida de la cocina pues era nuestra vía de entrada y salida. Aviso: Iván, ¿te vas? por favor apaga la estufa, desconecta la plancha, apaga luces, el tocadiscos, y por favor cierra la puerta. GRACIAS.
Con ese aviso tan visible la seguridad mejoró bastante, aunque a decir verdad nunca fue su prioridad. Mi amigo, al que quiero como a un hermano, del mismo pueblo de mi familia en Cuba, enorme poeta incomprendido y torturado por las dificultades inherentes al desempeño artístico, sabe cuánto le agradecemos el haber compartido aquellos años maravillosos en Jardines de San Mateo.
1989 fue un año que leí mucho en su casa, pues la biblioteca era prodiga en libros, hasta el punto de que en El Parnaso le prohibieron la entrada. Pues teniendo excelentes ingresos actuaba como un adolescente hurtando libros de las estanterías, tomando como lema aquella frase atribuida a Martí, de que robar un libro no es robar.
Nancy acabó prácticamente apadrinándonos.
Unos días antes de noche buena, Nancy me regaló un jeans y una camisa roja a cuadros y me pidió que la estrenara el 25 de diciembre. La noche anterior nos habían invitado mis amigos de Cotica a compartir con ellos la cena tradicional de navidad. Comida cubana cocinada por Doña Serafina, una chulada de Señora, madre de mis amigos. Nos despedimos temprano y al otro día me pidió Nancy que fuera a buscarla con la ropa que me había regalado. La sorpresa fue que ella estaba vestida igual.
Ese día paseamos hasta la hora de comer y llegamos a su casa como a las tres o cuatro, era la primera vez que yo iba a su casa. Sus padres tienen la costumbre de poner mesas afuera y comer a la sombra de los árboles, gusto que comparto con ellos. Desde aquel día nació una relación de afecto y cariño entre ellos y yo que dura hasta hoy, gracias a Dios.
Sin embargo a pesar de estar contento, yo no lograba superar esa sensación de inseguridad por la diferencia de edades.
Pasamos el fin de año en casa de Nancy en una fiesta que comenzó el día 24 y acabó por el 3 de enero.
A mis suegros les tocaba ese año la fiesta de su barrio del Niño Jesús, puerco, bebidas y mariachis incluido. Aquello parecía una manifestación, la casa y la calle se llenaron de vecinos, familias y cuanta persona quiso pasar a comer, pues ese día la comida y bebida era abundante y para todo el que desease entrar.
Pero eso solo era una muestra, días después comenzaría a conocer la verdadera faceta fiestera de la familia de Nancy. 


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