domingo, 3 de septiembre de 2017

3/33/1986

“El corazón tiene razones que la razón no entiende”, eso me dijo un psicólogo cuando siendo muy joven fui a su consulta haciéndole creer que tenía problemas mentales, para evadir el Servicio Militar Obligatorio. Después de escucharme por un buen rato, y oyendo que el único asunto mental que yo traía, era una profunda descompensación emocional por una crianza complicada, algo difícil de explicar ahora.
Empiezo el año especializándome en hacer citas por teléfono, sin decir jamás que era para vender libros y menos en ingles. Para el 28 de enero me encuentro viendo el noticiero de la mañana en el Hotel Mi Ranchito en un lugar llamado Jilotepec de Puebla. A donde habíamos ido un grupo de compañeros a vender libros por una semana. Cuando de pronto veo que el trasbordador que despega de Florida explota en el aire dejando un rastro de humo y lágrimas.
No muy lejos de explotar está también mi relación familiar. Más de las veces en severa crisis, que en tranquilidad.
Unos amigos de la infancia que salieron de Cuba cuando el éxodo de Mariel, se habían asentado en Las Vegas y preguntando a mi madre en Cuba comenzaron a llamarme casi a diario, cuestionando el por qué estaba viviendo en México con lo difícil de la situación económica.
Lo que empezó por unas pocas llamadas el primer mes al segundo se convirtió en llamadas diarias, después en largas conversaciones. Más de una vez rechacé el ofrecimiento de ayuda monetaria y de ahí la ofensiva se afianzo en ayudarme a cruzar la frontera.
La venta de libros me permite aún darnos ciertos lujos y paseos familiares. Sin embargo todo se deteriora aceleradamente, al punto que para julio me corren de la casa.
Llamo a mis amigos y me dicen que vaya a Tijuana. Antes tomo una muda y una bolsa de la casa y digo que iba para el “otro lado”. En tono de burla me dicen que nunca llegaré.
El autobús sale por la tarde de la Central del Norte, rumbo a Tijuana. Mi amigo Víctor Antonio el hijo de Mari Loly me acompaña a la Central.
No recuerdo en qué momento el compañero de asiento me pregunta a dónde iba, y al escucharme decir mi destino y adivinar mi nacionalidad me dice si se la cantidad de horas de viaje. Nunca me preocupé de preguntar ese dato. Son 48 horas de viaje.
La mayoría del viaje transcurre sin inconvenientes, siendo de madrugada cuando llegamos a un punto de control de inmigración y suben dos oficiales al autobús pidiendo documentos y al mostrar mi pasaporte, me bajan y me meten a la cárcel de un lugar llamado Sonoita.
En la celda están sentados en el piso tres personas que me miran callados mientras yo gritando y gesticulando le digo a los guardias que no he cometido ningún delito y que violan leyes deteniéndome pues yo puedo moverme donde me da la gana en México.
Mis compañeros de infortunio tal vez aceptaban su estatus de detenidos, pero yo era un ciclón desatado, nada me hacía callar y sin decir un improperio alegaba sin parar.
No había estado más de media hora así, cuando se acercó un hombre mayor que tenía el porte de ser jefe, me abrió la puerta de hierro y me señaló que lo acompañara a una oficina. Nunca perdió la serenidad demostrando su larga experiencia en el lugar.
Como vi que ya no era necesario gritar, y que sería escuchado opté por una estrategia que jamás falla, la sinceridad.
La dije que iba desde el DF hasta Tijuana para pasar a USA, donde vivía mi familia. Quiso corroborar si era verdad y me hizo algunas preguntas sobre la capital, estaciones de metro ciertos sitios que por fortuna conocía. Y de pronto le pregunto si él conocía tal o más cual lugar, Tepito, Coyoacán, Mixcoac y si sabía para qué lado se desplomó el Multifamiliar Juárez cuando el temblor, hablamos de historia y lugares, y de pronto relajados completamente me dice, te voy a dejar seguir el viaje pero te advierto que más adelante hay otros retenes. Le agradecí dándole un apretón de manos y le dije, pero tengo un serio problema, no puedo pagar otro boleto. No hace falta, te irás en el próximo camión que pase, la gente del norte tiene la característica de ser derecha. No se habló más del punto, llegó otro autobús y me encargó con el chofer.
Salíamos apenas de aquel pueblito que competía con los de las viejas películas del oeste cuando le solté el rollo de mi vida al chofer y le pedí de favor que me avisara de los retenes con tiempo.
En eso quedamos y aún era de madrugada por lo que busqué un asiento y me dormí.
Serían las cinco y media o las seis cuando me despertó el enorme esfuerzo que aquel cansado camión hacía subiendo la carretera y a lo lejos la luz del sol se dejaba ver, pero cuando miré para abajo me llevé la mayor sorpresa del viaje, un barranco muy profundo y vertical se descubría, al fondo los autos y camiones que tuvieron el infortunio de caer se veían como de juguete, algunos carbonizados. Era la Rumorosa.
Así llegamos a Mexicali donde el chofer me indico que me encerrara en el baño, la migra subió miro y volvió a bajar y en diez minutos retomamos el camino, el otro retén sería en Tijuana, tres calles antes de llegar a la Terminal paró en un cruce de calles, le di las gracias y salté del camión feliz de haber llegado con bien.
A la tarde siguiente pasé a San Isidro guiado por un chamaco de unos 15 años.
Esa noche dormí en territorio gringo en casa de unos mexicanos y al mediodía siguiente un nicaragüense llegó con toda su familia en un viejo Ford para llevarme hasta los Ángeles. Hablamos poco, tal vez todos estábamos nerviosos. Solo recuerdo que me dijo, si la policía nos detiene, tú nos pediste aventón en la carretera.
En unas dos horas llegamos a mi destino vi a mis amigos y se pagó por mi pasada.
Esa noche dormimos en un hotel de Disney y al otro día llegamos a Las Vegas.
Desde ahí llamé a México. Todos estaban preocupados por mí. Hacía cuatro días que me había lanzado a la aventura “americana”. Eran los primeros días de agosto.
A principios de octubre viaje a Miami y tuve la gran dicha de ver a mis dos tíos aún con vida. Menos de un año después murieron.
No veía a muchos de mis familiares desde 1970. Así que fue una semana inolvidable y llena de gran emotividad.
De regreso a Las Vegas volví a México por mi esposa y mi hija de 3 años, porque las extrañaba mucho.
Cuando toqué la puerta del departamento de Mixcoac a las doce de la noche, sin que nadie me estuviera esperando, y lo más probable, pensando que nunca más volverían a verme, una voz nerviosa preguntó desde dentro quién era a esa hora y dije: yo, parecía como si hubiera dicho: ábrete Sésamo.
Estuve 30 días en el DF y volvimos a Tijuana los tres en avión, la migra de la frontera ni nos miró. Llamé al joven coyote y negocié con él nuestro paso, la niña pasó en el auto de mis hospedadores y nosotros tardamos unas 14 horas en pasar. Ya para las seis de la mañana me senté un segundo en el contén de una calle de San Isidro a respirar.
Ahora empezaba de verdad mi aventura americana de Las Vegas.

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